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El cambio pasa porque la
izquierda tenga un proyecto de futuro para España que implique una
transformación profunda –económica, política y social- que sea creíble para una
mayoría de la ciudadanía para que les vote, y factible de realizar desde el
poder alcanzado democráticamente.
El proyecto tiene que
tener necesariamente una dimensión
europea y tener en cuenta el marco global; sin sometimientos deterministas
a los mismos; con capacidad de articulación con otras fuerzas políticas y
sociales, europeas y mundiales, que se planteen la transformación democrática y
social de dichos marcos; pero sin ingenuidad y con realismo respecto de los
ritmos posibles del cambio europeo y mundial.
Me parece una obviedad decir
que para avanzar por este camino –desde el poder democrático y desde una
sociedad movilizada- es necesario que el proyecto lo sea de toda la izquierda;
y que no se olvide que para determinados pasos, por ejemplo para la
imprescindible reforma constitucional, se necesitarían consensos más amplios.
Misión imposible con tantas condiciones, dirán algunos. No lo es para mí: el proyecto
es difícil y complejo, pero posible. En todo caso, es la única vía para el
cambio, en sociedades democráticas. Lo imposible es pretender realizarlo de
otro modo. Porque, aunque me parece fundamental la movilización social –hay que
reconocer la gran contribución del 15M para abrir la oportunidad de un cambio
que conlleve una regeneración democrática- y piense que hay que desarrollar
fórmulas de democracia participativa, el único cambio posible tiene que ser
pacífico y respetuoso con lo legalidad democrática, aunque haya que cambiar
muchas cosas de esta última, pero no su esencia.
Mirando el panorama
político de muchos países europeos que sufren también crisis políticas e
institucionales de envergadura, que están promoviendo un auge, sin precedentes
desde el fin de la 2ª Guerra Mundial,
de partidos de extrema derecha, xenófobos, antieuropeístas, populistas o
antisistema, tiene que reconfortarnos pensar que los dos partidos nuevos que
han surgido de la crisis política española son Podemos y Ciudadanos.
Todo un motivo para el optimismo.
Los tres principales
factores de la política interna en el 20D
La
importancia de las elecciones generales del 20 de diciembre radica en la
confluencia de tres grandes factores de política interna en un contexto marcado
por la crisis política del proyecto europeo, la crisis de seguridad en la región
Mediterráneo - Oriente Próximo,
plagada de guerras, conflictos y terrorismo -una de cuyas últimas manifestaciones
ha sido la matanza que el pueblo de París
acaba de sufrir a manos de terroristas del Estado
Islámico-, y la crisis ecológica y de gobernanza global de nuestro planeta.
La
crisis financiera y económica y su
gestión por las instituciones europeas y los gobiernos de España, desde 2010,
han hecho aumentar la pobreza y la desigualdad en nuestro país hasta niveles
insoportables, al tiempo que han deteriorado prestaciones sociales y servicios
públicos y reducido drásticamente el gasto público en las principales palancas
para un cambio hacia un futuro mejor, como son la educación y el sistema de I+D+i.
El segundo factor es el agotamiento del modelo político de la
transición, condensado en la Constitución de 1978, por el efecto combinado
de la crisis, una corrupción política muy extendida y el anquilosamiento de
instituciones clave como el Parlamento. El tercer factor es el desafío lanzado por el bloque de partidos
secesionistas catalanes, nacido al calor de las dos crisis que acabo de
mencionar, que el pasado 9 de noviembre declaró en el Parlament que creará, en
18 meses, una “República catalana” al margen de la Constitución y las leyes españolas
y de la obediencia a los tribunales.
La crisis política de la Unión Europea es una crisis de proyecto de
futuro, agudizada por la mala gestión política de la crisis económica, el
resquebrajamiento de la cohesión entre países y de la cohesión social interna
en muchos de ellos, y el auge ideológico y político de los nacionalismos en sus
diversas variantes. La vergonzosa actitud de muchos gobiernos nacionales en la
crisis de los refugiados, que ha impedido la adopción de una posición común de
la UE sobre la base de valores
democráticos y solidarios y del cumplimiento de la legislación internacional,
es la última manifestación de esta crisis política. El próximo episodio puede
venir con la negociación con el gobierno de Cameron sobre la permanencia del Reino Unido en la UE.
Es inevitable que la cuestión catalana sea un punto nodal de
la campaña del 20D, cuando está planteada nada menos que la ruptura
territorial del Estado español con todas
las consecuencias que un trauma así arrastraría. Por eso, la izquierda, en
lugar de lamentarse porque el terreno de juego pudiera ser más favorable al PP
si la cuestión catalana tiene un importante sitio en el debate electoral,
debería formular sin complejos su proyecto de futuro para España, su proyecto para que la convivencia y la vida política
vuelvan a ser atractivas y respetadas por una mayoría de la ciudadanía dentro
de ella. Así se logrará que cuestiones
esenciales como la construcción de un nuevo modelo productivo y los
instrumentos para un reparto más igualitario de la riqueza puedan destacar como
ejes principales del proyecto. Un proyecto de futuro para todos los españoles y
las españolas, también para catalanes y vascos.
Igualdad y reparto de la
riqueza base de la izquierda
Para lograr un reparto más
igualitario de la riqueza hay que restaurar el valor de la negociación colectiva y el diálogo social, derogando la reforma
laboral, y realizar una reforma fiscal integral que aumente con fuerza la
progresividad y la suficiencia perdidas por nuestro sistema fiscal, al tiempo
que se hace de la lucha contra el fraude y la elusión fiscales una prioridad
absoluta en materia fiscal. Esta intervención decidida en los ámbitos primario
y secundario del reparto de la riqueza permitirá también –vía aumento de los
ingresos fiscales y por cotizaciones sociales- tener los recursos suficientes
para fortalecer los servicios públicos y los sistemas de protección social, que
también actúan como instrumentos para la igualdad. Este es, a mi juicio, el
núcleo de cualquier política de izquierdas en una sociedad democrática, y lo
que hoy necesita la sociedad española. Y es perfectamente compatible con otro
gran objetivo de la política económica, la creación de empleo de calidad, que
se logra favoreciendo la inversión, pública y privada, la demanda interna, y
con medidas legales y contractuales que combatan la precariedad laboral. El pilar económico de una alternativa de izquierdas debe incluir también el proyecto de cambio de
modelo productivo: política industrial para la construcción de una economía
verde y productividad basada en el conocimiento. Para ello, la educación y un
sistema robusto de I+D+i, bien conectado con la economía, son las palancas
fundamentales.
Este pilar económico y
social del cambio no será posible sin unos sindicatos fuertes, sin que se
restaure la capacidad de acción de los interlocutores sociales. El fuego batido
al que se ha sometido al sindicalismo de clase desde el comienzo de la crisis,
y que ha incluido el “fuego amigo” de algunos sectores de la izquierda, solo ha
favorecido los intereses de las élites económicas y políticas que la han
gestionado. Por supuesto que, por su parte, el sindicalismo confederal tiene
que aceptar las críticas justas que ha recibido, corregir sus errores y
proceder a una renovación que refuerce su capacidad de organización y acción en
un marco de organización del trabajo y relaciones laborales que ha sufrido
profundos cambios en las últimas décadas.
Regeneración democrática y
reforma federal del Estado
El
segundo pilar de una propuesta de izquierdas para España es el
de la regeneración de la vida democrática, que debe incluir medidas para
combatir la corrupción, asegurar la transparencia de las instituciones
–incluidos los partidos y las organizaciones sociales-, revitalizar la vida
parlamentaria, promover la participación de la ciudadanía en la vida política,
y asegurar una efectiva separación de poderes así como la independencia y
neutralidad de las instituciones de gobierno y control de los distintos poderes
del Estado y de los medios públicos de comunicación.
No creo que haya mejor
fórmula para intentar superar el conflicto promovido por el nacionalismo
secesionista catalán, y agudizado por el inmovilismo político del PP, que una
reforma federal del Estado, que al tiempo serviría para renovar un modelo de
distribución del poder territorial que ya ha cumplido su ciclo vital. Y esto es
válido aunque, en un principio, todos los independentistas lo rechazaran de
plano. De lo que trata es de buscar el apoyo de una mayoría de la población
catalana y de la española. Modelos federales hay en el mundo que pueden servir,
algunos cercanos como el alemán.
La reforma federal debe implicar que la ciudadanía de las comunidades-estados
compruebe que, a través de sus instituciones propias, puede participar en la
vida política y en las decisiones del Estado federal. También, que el sistema
de financiación esté basado en criterios claros de equidad y justicia fiscal.
No comparto la opinión de
las organizaciones de izquierda que han colocado en primer plano de su programa
electoral la realización de un
referéndum de autodeterminación; en Cataluña,
o, incluso, abriendo la posibilidad a todas las comunidades autónomas.
Preconizarlo significa que se sitúa, de entrada, la soberanía en la población
de cada comunidad autónoma y no en el conjunto del pueblo español. Esto
llevaría a que, en el nuevo modelo territorial que saliera de la reforma
constitucional, el vínculo entre España
y sus comunidades-estados sería, como mucho, confederal, con capacidad para
separarse a voluntad de la parte. A ello se podría llegar, en el mejor de los
casos, como consecuencia de un consenso constitucional, pero situarlo como
condición de entrada es rendirse al nacionalismo independentista.
Reforma constitucional y
consenso político
La amplitud y calado de
los cambios políticos que acabo de esquematizar requieren una reforma en
profundidad de la Constitución de 1978,
para proceder a la reforma del Estado en un sentido federal, para promover la
efectividad de los derechos sociales y laborales fundamentales y para anclar en
ella los elementos más importantes de regeneración de la vida democrática. Sólo
será posible si la izquierda vence el 20D, primero, luego es capaz de formular
una propuesta común, y, más tarde, promueve un consenso más amplio para la
reforma constitucional, con todo o parte del centro y la derecha. Misión
difícil pero no imposible.
La Constitución de 1978 sigue siendo válida en aspectos esenciales y
aunque su ciclo político esté agotado ha prestado servicios muy importantes a
la sociedad española, también a los trabajadores. La transición tuvo errores
–en relación, por ejemplo, a la memoria histórica del franquismo-, pero su
valor político más universal -la búsqueda y el logro de un amplio consenso
político para un cambio pactado y pacifico de la dictadura a la democracia que
incluía el consenso constitucional como uno de sus elementos esenciales- sigue
conservando su validez desde la perspectiva que ya le da la historia.
La reciente y justa concesión
del Premio Nobel de la Paz al Cuarteto
de Diálogo Nacional de Túnez, esa plataforma de la sociedad civil tunecina
que, cuando el país estaba al borde de la guerra civil, promovió el acuerdo
entre islamistas y laicos que condujo a una Constitución laica y a que su país
sea el único que mantiene la democracia tras el reflujo general de la Primavera
árabe, me recordó vivamente los tres viajes que realicé a Túnez, invitado por la principal organización del Cuarteto, el
sindicato UGTT, en los meses que
siguieron a la revolución de enero de 2011 (entonces yo era secretario de
internacional de CC OO). En todos
ellos, los miembros de las delegaciones españolas hablamos de la transición
política española. El interés principal de los sindicalistas tunecinos, que
habían promovido las movilizaciones que derribaron la dictadura de Ben Ali, era conocer experiencias de
construcción pacífica de un sistema democrático. Y en Túnez sí hubo ruptura con la dictadura. Por supuesto que los
momentos y situaciones son diferentes, y España vive en una democracia
consolidada, aunque sumamente imperfecta. Pero cuando se viven crisis
profundas, y España y Europa están
en esa situación, el cambio duradero tiene que basarse en los máximos niveles
de consenso o las más amplias mayorías posibles.
Algo sobre Europa
En
los límites, ya extensos, de este artículo no puedo desarrollar la imprescindible dimensión europea e
internacional que tiene que incluir cualquier propuesta de una izquierda
transformadora y democrática.
Solo
apuntaré que la Unión Europea
requiere un cambio al menos tan profundo como el que necesita la sociedad
española, y en su misma dirección. No sólo para que vuelva a merecer la pena un
proyecto de integración, económica y política, necesario como pocos en el mundo
a la luz de la historia europea, sino, incluso, para que pueda pervivir,
superando todas las contradicciones que la crisis y su mala gestión han puesto
de manifiesto.
Hay
que ser conscientes que va a costar más que el cambio político que preconizo
para España, porque las fuerzas políticas y sociales que
pueden ser los actores de ese cambio todavía no acaban de ser conscientes de lo
necesario que es actuar en dimensión europea. Tras los estragos económicos,
sociales y políticos del austericidio, aplicado por procedimientos escasa o
nulamente democráticos, la primera tarea política es construir una izquierda
política y social europea que sea capaz de formular un proyecto político
ambicioso de refundación política de Europa,
en clave federal, social y democrática. Y mientras se alcanza una mayoría
suficiente para ponerlo en práctica, hay que avanzar en aquello sobre lo que se
podrían concitar ya mayorías europeas claras.
Por
ejemplo, hacer que la eurozona vaya reuniendo los requisitos exigibles a
cualquier “zona monetaria óptima” o impedir, sin más demora, que existan
paraísos fiscales bajo jurisdicciones de la UE, o que haya Estados miembros que
practiquen descaradamente el dumping fiscal para que las empresas
multinacionales paguen el 1% o menos de sus inmensos beneficios.
Lo primero que tiene que
hacer la izquierda es recobrar el discurso, luchar por la hegemonía ideológica y
cultural del mismo en la sociedad, y ser capaz de volver a formular proyectos
globales de cambio coherentes.