viernes, 26 de mayo de 2017

¿LA GLOBALIZACIÓN EN LA ENCRUCIJADA? UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PAPEL DEL SINDICALISMO Y DE LA IZQUIERDA


Javier Doz
Consejero del Comité Económico y Social Europeo (CESE), CCOO
Artículo publicado en el nº 10 de la Revista Perspectiva de la FSC-CCOO-CAT, en castellano y catalán: https://perspectiva.ccoo.cat/

    1. ¿La globalización cuestionada?
¿Está la globalización en alguna suerte de encrucijada? ¿Existen tendencias políticas poderosas que pueden paralizarla o frenarla? ¿Es el modelo neoliberal de globalización el que está en cuestión o la globalización misma? ¿Vencerá la lógica económica de las fuerzas productivas y de las innovaciones de la revolución digital o la “lógica” política de los nacionalismos renacidos? ¿Qué dicen de todo esto las fuerzas políticas de la izquierda y los sindicatos? ¿Pueden jugar algún papel relevante en una nueva encrucijada histórica, o dejarán pasar (de nuevo) la oportunidad? Estas son, a mi juicio, preguntas de palpitante actualidad y respuesta compleja y difícil. Voy a intentar responderlas, siquiera sea parcial y esquemáticamente, y siempre con mucha precaución por ser consciente de las incertidumbres y riesgos de los procesos a los que me refiero.


2. Recordemos algunas cosas del primer proceso de globalización del capitalismo y su trágico fin
La primera gran globalización del capitalismo (1870-1914), impulsada por las innovaciones del calibre del uso del petróleo y la electricidad como fuentes de energía, del acero para la construcción de edificios, infraestructuras y armas, del motor de explosión para el transporte, y del telégrafo y el teléfono para las comunicaciones, concluyó cuando la pugna económica, política y militar entre los nacionalismos europeos estalló en los “cañones de agosto”, abriendo uno de los períodos más trágicos –si no el que más- de la historia de la humanidad, período que se cerró en 1945.
Las fuerzas políticas y sindicales que defendían los intereses de la clase obrera en los países industrializados –socialistas marxistas de la 2ª Internacional, en su parte más importante- se plegaron de forma mayoritaria, en las grandes potencias europeas, a la influencia de los nacionalismos. Asesinado el gran líder del socialismo francés y consecuente pacifista, Jean Jaurés, el 31 de julio de 1914, la mayoría de los diputados socialdemócratas votaron los créditos para hacer la guerra en los parlamentos nacionales de los principales países contendientes, siguiendo las indicaciones de sus gobiernos conservadores y envueltos por las oleadas de patriotismo –de ese tipo de patriotismo al que tan bien se le podía aplicar la máxima de Samuel Johnson de ser “el último refugio de los canallas”-, inoculado por los políticos, intelectuales y periodistas nacionalistas.
La gran carnicería empezó por un complejo conjunto de razones que interactuaban en la peor de las direcciones pero, sin duda, uno de sus vectores de mayor fuerza fue la combinación, por una parte, del proteccionismo comercial y el nacionalismo económico impulsados por los nacionalismos conservadores  enzarzados en la pugna interimperialista y, por otro lado, la ausencia de alternativa sólida al nacionalismo político y económico por parte de los partidos socialdemócratas, los sindicatos y otros potenciales aliados políticos de la izquierda. En esto influyó que la primera globalización del capitalismo, que había producido una gran expansión de la industria y de los procesos de urbanización y de creación de grandes contingentes proletarios que tuvieron su reflejo en la expansión de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas de ideología marxista, fue vista con mucho recelo por parte de los militantes de estas organizaciones, en cada país, por las consecuencias que traía de despidos,  cierre de las empresas menos adaptadas a la competencia capitalista y por el aumento de la explotación laboral –según sectores y países- y el crecimiento de la desigualdades sociales.
El gran fracaso del compromiso de la 2ª Internacional de parar la guerra, mediante lo que hubiera sido la primera huelga general europea, llevó a su ruptura y a la creación -triunfante revolución bolchevique en Rusia mediante- de la 3ª Internacional. El desprecio a la democracia desde sus inicios -¡qué lúcidas resultaron las advertencias al respecto de la gran revolucionaria polaco/alemana Rosa Luxemburgo!- y la posterior degeneración estalinista terminaron convirtiendo la Revolución Rusa y sus epígonos en un fracaso histórico de extraordinaria envergadura cuyas consecuencias siguen vivas. La profunda división del movimiento obrero entre sus componentes socialdemócrata y comunista ayudó a los más importantes triunfos del fascismo y el nazismo en Europa, hasta el giro de la 3ª Internacional que propició la política de los frentes populares, por un lado, y el desarrollo del New Deal roosveltiano/keynesiano, por otro.
Para terminar de señalar algunas otras similitudes entre los procesos históricos de la primera y segunda globalización del capitalismo –esta última la podríamos datar desde 1980 hasta nuestros días-  se pueden señalar las que hay entre la Gran Depresión de los años treinta del Siglo XX y la actual Gran Recesión. La primera se produce en ese período de relativa calma –como la que existe en el ojo de los huracanes- de los años veinte. En estos años se produce una notable expansión del capitalismo financiero, al calor de las necesidades de financiación de la reconstrucción de las naciones europeas más afectadas por la Gran Guerra, para soportar el endeudamiento de sus Estados. La creación de burbujas financieras y bursátiles, con epicentro en Wall Street, también fue fruto del aumento de las desigualdades –en su base está el debilitamiento del poder sindical y de la negociación colectiva, según han analizado Thomas Piketty y otros autores-. Las políticas de austeridad, practicadas por los gobiernos conservadores, transformaron la Gran Crisis en la Gran Depresión, terreno favorable para el auge del nazismo y el fascismo en Europa. En particular, los brutales recortes de gasto y empleo públicos, practicados por el Canciller Brunning entre 1930 y 1932, condujeron a Alemania a una profunda depresión con seis millones de parados, factor que ayudó al ascenso de Hitler al poder junto con el enfrentamiento frontal –en el Reichtag y en la calle- entre socialdemócratas y comunistas.


  3. El modelo neoliberal de globalización
La segunda gran oleada de globalización del sistema capitalista mundial tiene en su base la tercera gran revolución tecnológica –la de las tecnologías de la información y la comunicación- que ha enlazado, al cabo de 30 años, con lo que una parte de los analistas catalogan como cuarta –la revolución digital-, mientras que otros la consideran una prolongación y profundización de la tercera. Entre los factores políticos que determinan el carácter de la 2ª globalización y que permiten definirla desde sus orígenes con la etiqueta de “neoliberal” están: la influencia profunda de la “revolución conservadora anglosajona” (Tatcher y Reagan) en las élites económicas y políticas mundiales y la rápida implosión (1989-1991) del “socialismo real” en la URSS y su glacis geopolítico de la Europa central y oriental.
Una de las características esenciales del modelo neoliberal de globalización es la hegemonía del capital financiero, propiciado por su capacidad de circulación en tiempo real sin apenas controles, que lleva a lo que muy descriptivamente se llama financiarización de la economía mundial. Este fenómeno va acompañado de los de evasión y elusión fiscales, propiciados por la existencia de los paraísos fiscales que las élites económicas y políticas no quieren suprimir y sólo apenas se ven obligados a controlar un poco cuando sube la presión de las opiniones públicas. Este es uno de los factores principales de la erosión fiscal de los Estados nación, utilizada hipócritamente como fundamento de la llamada “crisis fiscal del Estado” por parte de los mismos que la generan voluntariamente. La erosión fiscal inducida por las bajadas de impuestos, el fraude fiscal y los paraísos fiscales, ha sido la palanca para justificar ante las opiniones públicas el deterioro de los Estados de bienestar en los países desarrollados. Las bajadas de impuestos han beneficiado sistemáticamente a las personas de mayor renta. Todo ello produce un debilitamiento de la función redistributiva del Estado (reparto secundario de la renta). Los ataques a la negociación colectiva y a  la capacidad de acción de los sindicatos debilitan, por otro lado, el reparto primario de la riqueza entre capital y trabajo. Juntos son los factores de aumento de la desigualdad en los países desarrollados que prepararon, junto con la desregulación financiera, las condiciones para la creación de la enorme burbuja financiera que estalló en 2007/2008. Las políticas de gestión de la crisis no han hecho sino aumentar la desigualdad en una mayoría de países.
Hay que llamar la atención de que el crecimiento de la desigualdad es una tendencia general desde 1980, pero que presenta notables diferencias por países y períodos más cortos. Algunos países europeos en situaciones bien diversas, como Alemania y Portugal, no la ven incrementada en el período más agudo de la crisis actual (2009-2013), mientras que se dispara en España y Grecia y crecen sus valores medios tanto en la UE28 como en la eurozona. Si consideramos todo el período de la 2ª globalización, los últimos estudios del FMI sobre evolución de la desigualdad en los 30 años comprendidos entre 1985 y 2015[1], nos muestran que, sobre una amplia base de países analizados, sólo en tres de ellos disminuyó la desigualdad –Brasil, Francia y Corea del Sur-, mientras que aumentó en la gran mayoría y en la media global de un modo notable. España e Italia, se sitúan en la parte media/baja del aumento, EE UU y el Reino Unido están en lugares de cabeza, pero la negativa palma se la llevan, en orden ascendente, estos seis países: India, Nigeria, Bangladesh, Indonesia, Rusia y China. China destaca sobre todos ellos y el que este dato sea compatible con el hecho de haber sacado de la pobreza absoluta a casi 400 millones de personas, desde que Deng Siaoping impulsara en 1978 la vía acelerada hacia el capitalismo, bajo la dictadura del PCCH, sólo se explica por las enormes tasas de crecimiento de su economía desde entonces.
El aumento de la desigualdad y la hegemonía del capital financiero condujeron irremisiblemente –ante la ausencia de reacción política- a la creación de las burbujas financieras –acompañadas en varios países por burbujas inmobiliarias- cuyo estallido produjo la crisis actual de la que todavía no hemos salido en términos económicos, y mucho menos aún en términos sociales y políticos. La crisis política ha afectado a muchos Estados, en Europa y en otras regiones del mundo, cuestionando la legitimidad de sus sistemas políticos, y, en particular a la UE, cuya pervivencia está siendo puesta en cuestión.
Sin caer en alarmismos innecesarios –todavía la situación que vive Europa y el mundo está lejos de alcanzar la gravedad que tenía en el período de entreguerras de la primera mitad del Siglo XX-, algunas de las tendencias políticas actuales más preocupantes son reconocibles con las que entonces se manifestaron. En primer lugar, el auge de los nacionalismos autoritarios y de los partidos de extrema derecha que cuestionan con diferente grado de intensidad los sistemas democráticos y los derechos humanos y, por supuesto, la Unión Europea. Estos partidos están en el gobierno de Polonia y Hungría; han incrementado su fuerza electoral por doquier, lo que ha permitido a Marine Le Pen alcanzar, en la segunda vuelta de las presidenciales francesas, el mejor resultado de la historia del Frente Nacional (33,9% de los votos); o ser la primera fuerza en el Reino Unido en las últimas elecciones europeas, caso del UKIP, y apuntarse, junto con al ala derecha de los tories, el triunfo en el referéndum del Brexit, que ha supuesto un duro golpe para la UE.
El papel que en los años 20 y 30 jugaron los judíos y los apátridas, lo tienen hoy los inmigrantes , en particular los musulmanes, estigmatizados en bloque utilizando las brutales acciones terroristas de Al Qaeda y el Estado Islámico. El racismo, la xenofobia y la islamofobia han logrado convertirse en señuelo de la extrema derecha para amplios sectores sociales, también para las clases populares golpeadas por la crisis y la gestión neoliberal y ordoliberal alemana de la misma.
El avance del nacionalismo y la extrema derecha y la degradación autoritaria de sistemas democráticos, al calor del racismo y la xenofobia, se extienden por todas las regiones del mundo: Donald Trump en los EE UU, Putin en Rusia, Erdogan en Turquía, Al Sisi en Egipto, Rodrigo Duterte en Filipinas, etc.
La elección de Donald Trump como presidente de los EE UU tiene otro significado que se relaciona directamente con las preguntas que formulaba en el comienzo de este artículo. Su programa económico se basa en el nacionalismo y el proteccionismo comercial, combinado con liberalización financiera, bajada brutal de impuestos, enormes recortes sociales y medioambientales y aumento de los gastos militares y supuestamente de la inversión pública (aunque estas “cuentas” son imposibles de cuadrar). La salida del TP, la congelación del TTIP y la renegociación del TLCAN, ponen en cuestión, sin duda, uno de los pilares de la globalización: la liberalización comercial. La ideología del nacionalismo económico impregna a la mayoría de los votantes del Brexit, aunque el Partido Conservador haga equilibrios entre sus principios librecambistas y el oportunismo político extremo de algunos de sus dirigentes.
Aún es pronto para predecir si el proteccionismo comercial y el nacionalismo económico se consolidarán y paralizarán la globalización o si acabarán venciendo las tendencias profundas marcadas por la revolución digital y por los intereses de fondo de los capitales multinacionales. Pero, en todo caso, un escenario mundial definido por vectores como: un incremento del proteccionismo, que supusiera una disminución del comercio mundial; la anulación de la capacidad regulatoria de la economía mundial de las estructuras multilaterales globales –como el G7, el G20, el Consejo de Estabilidad Financiera (Basilea), etc.-, por limitada que hoy sea dicha capacidad; una UE incapaz de resolver su crisis política, no digamos ya una UE que entrara en una senda de desintegración; y , además, la vuelta a la desregulación financiera completa, como acaba de decretar Donald Trump; es decir el escenario que se deriva de la aplicación del seudoprograma electoral de Donald Trump no sólo pondría en cuestión la 2ª globalización sino que produciría una profunda crisis económica y política de consecuencias imprevisibles.


   4.  La crisis de la socialdemocracia y la división de la izquierda
Otra de las similitudes entre lo sucedido en la actual crisis con lo que ocurrió en el primer tercio del Siglo XX, viene dada por la crisis de la socialdemocracia y por el hecho de que sus relaciones con las fuerzas políticas que, en Europa, surgen a su izquierda están marcadas por la disputa de la hegemonía en ese campo político lo que origina una división profunda de la izquierda. Aunque sea un fenómeno difícilmente evitable, al menos en un principio, no hay que dejar de subrayar que esa división se produce cuando más necesaria sería la unidad para que la superación de la crisis pueda llevar a un cambio de modelo favorable a los trabajadores, para que pueda plantearse una alternativa al modelo neoliberal de globalización basada en la globalización de los derechos, de los derechos humanos, sociales, económicos y políticos.
No hay muchas dudas sobre el hecho de que la socialdemocracia europea ha sido incapaz de defender un modelo de globalización diferente del neoliberal. Las terceras vías de Blair y Schroeder se han identificado plenamente con dicho modelo, con apenas unos toques de políticas sociales, y, estallada la crisis, todavía menos han sido capaces de plantear una alternativa de gestión de la crisis diferente de la impuesta por el gobierno alemán de la Sra. Merkel, con la ayuda de otros países acreedores, y que está basado en una dañina síntesis del ordoliberalismo alemán de los años 30 con los principios del Consenso de Washington.
Mientras, la corriente comunista de la izquierda, fuerte en los países del sur de Europa, sufrió inevitablemente las consecuencias del hundimiento del comunismo soviético. No fueron evitadas por la fugaz aparición del eurocomunismo. Hoy, en unos casos –Italia- se ha diluido plenamente: ¿quién pudiera pensar que el PD de Mateo Renzi hunde sus raíces en el histórico PCI de Togliatti y Berlinguer? En otros –España y Francia-, forman parte minoritaria de nuevos partidos o movimientos –con fuertes incrustaciones de la extrema izquierda tradicional- que cuestionan el sistema económico y político y –con matices- las propia pervivencia de la UE: son los casos de Podemos/Unidos Podemos y de Francia Insumisa. En España, la pugna por la hegemonía de la izquierda, entre el PSOE y Podemos, ha impedido desalojar al PP del gobierno tras las elecciones de diciembre de 2015 y el largo período de gobierno interino, en un proceso en el que a mi juicio ambas formaciones comparten responsabilidades. En Francia, lo acabamos de ver, Mélenchon ha roto la tradición republicana de cerrar el paso a la extrema derecha en las segundas vueltas preconizando la abstención o el voto en blanco en la elección entre Macron y Le Pen. Al menos el PCF –también DIEM 25, la plataforma europea que impulsa Yanis Vroufakis- han recomendado el voto a Macron, a pesar de la oposición a su programa.
Sólo en Portugal, donde ningún pacto político entre el PCP y el PS había sido posible desde la Revolución de los Claveles, un acuerdo programático de izquierdas permite gobernar al socialista António Costa con el sostén parlamentario del PCP y del Bloco de Esquerda, cumpliendo razonablemente los compromisos y sin ser hostigados, por el momento, por la troika. Por eso resulta contradictorio y paradójico que uno de los fundadores del Bloco, Francisco Louça, en el debate de Espacio Público[2] (diario digital Público) sobre la izquierda y la UE, formule como ejes de la acción política de la izquierda europea: el abandono del euro y de la UE para practicar una política económica basada en la sustitución de importaciones, el proteccionismo comercial y el nacionalismo económico, complementada con una acción política centrada en unos Estados nación reforzados y en la lucha de la izquierda contra el centro (la  socialdemocracia) y la derecha. Esta orientación que, a mi juicio conduce al desastre, es compartida por una parte importante de los partidos y movimientos a la izquierda de la socialdemocracia.
Sólo en Grecia, un partido de la nueva izquierda alternativa europea –Syriza- ganó las elecciones en enero de 2015 y formó gobierno, tras el hundimiento del PASOK, mientras que la continuidad del paradigma del estalinismo –el KKE o Partido Comunista del exterior- continuaba en su ostracismo. La actitud de las instituciones europeas y de la troika, y de los gobiernos nacionales, presionados por el gobierno alemán, forma parte de la crónica más negra de la historia de Europa. La aplicación, al margen de procedimientos democráticos y vulnerando leyes nacionales e internacionales, del más brutal y contraproducente de los programas de austeridad no sólo ha hundido la economía griega (-28% del PIB) y disparado su deuda (la que presuntamente debería haber reducido), produciendo niveles desconocidos de pobreza y desigualdad, sino que ha sido uno de los principales factores de la crisis política que está poniendo en peligro la existencia de la UE. Además, es uno de los factores de la crisis de la socialdemocracia y de la división de la izquierda. Quienes organizaron el castigo ejemplar del Gobieno de Syriza, no sólo eran dogmáticos de una economía política errónea e injusta; tenían un objetivo político muy claro: impedir que cundiera el ejemplo en Europa. Esto hermanó a la derecha con casi todos los partidos y gobiernos socialdemócratas (con la sorprendente excepción de un político que iba por libre, Enmanuel Macron, Varoufakis dixit[3]).
Como se puede deducir de este relato, la izquierda europea no sólo ante la globalización, sino ante la más apremiante cuestión de cómo encarar la crisis de la Unión Europea se encuentra bloqueada entre la capitulación programática y política de la socialdemocracia y la falta de una alternativa mínimamente sólida de los partidos de la izquierda llamémosla alternativa[4] que muchas veces caen en la confusión, o en la defensa de posiciones antieuropeas o cercanas al nacionalismo económico o al proteccionismo, y que pueden llegar, incluso, a confundirse con las de la extrema derecha.


  5. El sindicalismo ante la encrucijada de la globalización
La reflexión tiene que ser común del sindicalismo confederal, o de clase, y de la izquierda política, aunque lógicamente los planos de acción son distintos y el sindicalismo tiene que conservar su autonomía respecto de los partidos políticos (o adquirirla allá donde todavía no la tiene).
A pesar de sus limitaciones y a la influencia de las culturas políticas y las tradicionales sindicales nacionales, el sindicalismo está en mejores condiciones que la izquierda política para enfrentarse al reto de construir una alternativa programática y práctica a la globalización neoliberal. Porque tiene internacionales sindicales –CSI, CES, las FSI, Global Unions- que, con todas sus debilidades e insuficiencias, actúan en los ámbitos políticos globales –OIT, FMI y BM, OCDE, OMC, G7 y G20, etc- y regionales –UE, Mercosur, etc.-, y desarrollan prácticas cuya extensión y reforzamiento son claves para la universalización de los derechos laborales y sindicales y, por lo tanto, para el control democrático de los procesos de globalización. Me refiero a las prácticas que llevan a las federaciones sindicales internacionales (FSI) a cerrar acuerdos-marco mundiales con las empresas multinacionales (EMN). Especialmente importantes son aquellos acuerdos que incluyen a las cadenas de subcontratación.
Por el contrario, las internacionales políticas son estructuras completamente burocratizadas y de nula influencia en los procesos políticos mundiales. Basta recordar que el Partido Nacional Democrático, egipcio, y la Agrupación Constitucional Democrática, tunecina, de los dictadores Mubarak y Ben Alí, eran miembros de la Internacional Socialista en el momento de estallar en sus países las revoluciones de la Primavera Árabe. O también, el lamentable papel, sobre todo por nulo, jugado por el Partido Socialista Europeo ante la nefasta gestión alemana de la actual crisis europea. Por su lado, las coordinaciones de la izquierda alternativa, o de lo que queda de los partidos comunistas, van poco más allá de lo meramente testimonial, y en ocasiones se descuelgan con apoyos a causas muy poco democráticas. No resulta nada fácil sustraerse, en las sociedades democráticas, de la dictadura que ejerce sobre los partidos políticos el continuo sometimiento a las lógicas electorales y al cortoplacismo y localismo que generan.
Pero estas consideraciones no deben llevar a ningún sindicalista internacionalista a la ingenuidad de pensar que el sindicalismo puede lograr grandes cosas en solitario en el empeño de lograr la globalización de los derechos. La política –buena o mala- manda, incluso cuando está subordinada a la influencia de los poderes económicos que es lo que suele suceder. Por eso, cualquier alternativa democrática y socialmente avanzada -¿por qué no llamarla socialista?- a la globalización neoliberal pasa por construir una alianza de la izquierda política, el movimiento sindical y los movimientos sociales y las ONG en torno a dicho propósito. Alianza con vocación internacionalista, construida desde el arraigo de sus plataformas nacionales y locales y articulada, con programas y prácticas regionales y mundiales con plataformas que coordinen a las organizaciones representativas en dichos ámbitos de los partidos, los sindicatos y los movimientos sociales.
Muchos dirán que en el actual estado de división y confusión de la izquierda política un proyecto de esta naturaleza es inviable. Es muy difícil, sin duda, pero el problema es que no hay otro. Me refiero, por supuesto, como gran opción; en sus detalles casi todo está por escribir y por hacer. Cualquier otra opción, sobre todo aquellas que beben en el nacionalismo económico y político en cualquiera de sus variantes (la populista incluida) conducirán, en mi opinión, a dejar las cosas como están, en el mejor de los casos, y en algunos de ellos –si se producen convergencias prácticas y efectivas con la extrema derecha pujante en el mundo-, simplemente al desastre.
La alternativa del sindicalismo de clase internacional al modelo neoliberal de globalización tiene que basarse, inequívocamente, en los valores y prácticas del internacionalismo solidario, enlazando así con los que dieron origen a las organizaciones internacionales de inspiración marxista.
Para ello tienen que superarse las culturas sindicales que priman en exclusiva las prácticas nacionales o locales y miran con recelo  las supranacionales o el establecimiento de normas básicas comunes en ámbitos regionales como la UE para reforzar su carácter social. Tal es el caso de los sindicatos del norte de Europa o de los británicos. Igual sucede con el complejo tema del comercio internacional. El sindicalismo tiene una permanente tentación de plegarse hacia el campo del proteccionismo comercial. Está justificada por las prácticas de liberalización comercial y tratados de libre comercio que han olvidado los derechos laborales y sociales y la protección medioambiental y que han producido pérdidas de empleo –sin protección de los afectados- en unos u otros sectores de los países desarrollados, emergentes o en vías de desarrollo, aunque globalmente se haya producido crecimiento de las economías y del empleo. Pero la alternativa no es pasar, por ejemplo, de una crítica fuerte y precisa de los contenidos del TTIP, basada en los análisis y propuestas iniciales de la CSI, la CES y la AFL-CIO al campo del proteccionismo comercial, sin distinción clara con lo sostenido por el movimiento antiglobalización o la extrema derecha.  La opción adecuada es profundizar en la alternativa de comercio justo, en sus contenidos y en las prácticas de acción sindical y política necesarias para hacerla progresar.
El segundo gran pilar de valores y prácticas de una globalización alternativa se llama democracia, democracia supranacional para la globalización de los derechos. Los dos conceptos de la expresión son indisociables. Significa que la economía mundial y sus procesos de globalización deben de ser regulados para que no estén dominados por los intereses del capital financiero y las EMN. Significa que el Sistema de Naciones Unidas debe reformarse para construir los pilares de un gobierno democrático del mundo. Significa que los sistemas de diálogo social supranacional –del FMI, BM, OMC, OCDE, G20, G7, etc.- deben de ser formales y poder conducir al establecimiento de normas vinculantes. Significa, sobre todo, que la decana de las instituciones multilaterales internacionales y la única de carácter tripartito, la OIT, tiene que tener la capacidad de que sus convenios sean leyes internacionales del trabajo, reclamables en su cumplimiento ante tribunales internacionales del trabajo constituidos en su seno. Significa avanzar en la negociación colectiva supranacional, regional y global, extendiendo y reforzando los contenidos de los acuerdos mundiales con las EMN y sus cadenas de valor. Significa que hay que apoyar la extensión y reforzamiento de la Corte Penal Internacional como instrumento esencial para el respeto universal de los derechos humanos. Significa que hay que colocar en el primer plano político el cumplimiento de los Acuerdos de París sobre cambio climático y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU; etc., etc.
Para no retroceder en lo conseguido y avanzar en esta orientación hay que enfrentarse decididamente contra la extrema derecha mundial y su máximo valedor, el actual presidente de los EEUU. Para ello el movimiento sindical internacional y la izquierda política, si tiene voluntad y programa para hacerlo, deberían forjar alianzas más amplias. Si se refugia en los soberanismos nacionales, pretendiendo darles un contenido de izquierdas, sólo conseguirá ayudar a la extrema derecha.
Hay que ser conscientes de que la marcha hacia un gobierno democrático del mundo y hacia la globalización de los derechos tiene un escalón regional imprescindible: la creación de áreas de integración económica y política regionales con estructuras políticas democráticas. La Unión Europea que era el modelo de referencia para el mundo está dejando de serlo por culpa de los malos y cortoplacistas políticos que la dirigen. Su irresponsabilidad no puede reforzarse por la irresponsabilidad de los sectores de la izquierda que apuestan por su desaparición. Hay que ser sumamente críticos con la UE –sobre todo con algunos gobiernos nacionales que son los que deciden y con los demás que se someten-, pero  la UE es el terreno de juego de la lucha de clases y de la historia que avanza. Los campos de juego nacionales no son mejores y volver a jugar sólo en ellos sería apostar por un retroceso histórico. Y por riesgos enormes: la destrucción de la UE sería el escenario ideal para el triunfo de los partidos nacionalistas y de la extrema derecha en muchas de sus naciones y, para volver por lo tanto a la historia anterior a 1945. Sólo quien pretende ignorar las lecciones de la historia puede minusvalorar el hecho de que, hasta esa fecha, la historia de Europa ha sido la historia de las guerras entre sus naciones, por la hegemonía económica, política y militar.
La alternativa a la crisis política de la UE es la que viene formulando una parte del sindicalismo europeo –CCOO en lugar destacado- y de la izquierda política. La refundación política de la UE, en un sentido democrático y socialmente avanzado, orientada hacia un modelo federal. Construir un sistema de normas sociales y laborales básicas comunes sería el núcleo del Pilar Social de la UE. No queda espacio en este ya largo artículo para desarrollar esta propuesta. Sólo señalar dos cosas: en el corto plazo hay que crear un gobierno económico democrático de una eurozona con presupuesto propio, política fiscal, tesoro único, eurobonos, BCE con competencias plenas, etc. Si Alemania se resiste, que lo hará, pude acabar siendo la responsable de la destrucción de lo que tantos beneficios le ha reportado. Hay que intentar forjar una alianza que supere este duro obstáculo. La segunda consideración es que no se puede ceder más soberanía si no es a cambio de democracia y de garantía de avance social mediante leyes europeas. No se puede repetir la lamentable ratificación del nuevo Tratado, llamado Pacto Fiscal, que no es sino un instrumento no democrático para aplicar las políticas de austeridad.
Por último, para que el sindicalismo confederal vaya cerrando la gran brecha que existe entre la globalización del capital y de su poder y la capacidad de acción sindical internacional, no queda otra alternativa que definir las estrategias adecuadas y reforzar las internacionales sindicales y la atención y los recursos que los sindicatos nacionales les dedican, a ellas y a las prácticas sindicales supranacionales.

[1] Daniel Franco: Presentación en el Seminario Envolving Fiscal Policies in Europe (Departamento de Asuntos Fiscales y Oficina Europea del FMI, Bruselas, 5 de mayo de 2017), sobre las bases de datos del FMI. Se trata de tasas de crecimiento/decrecimiento de la desigualdad. En valores absolutos, China que partía de una notable igualdad, se acerca ya a Brasil y otros países de la región más desigual: América Latina
[2] Diario Público: Espacio Público: “Se abren o cierran oportunidades para el cambio en Europa?: http://www.espacio-publico.com/
[3] En un artículo publicado en Le Monde (2/05/2017), en el que Varoukakis pedía el voto para Macron, el antiguo ministro de finanzas del gobierno de Tsipras revela que Macron fue el único ministro europeo que intentó ayudar a Grecia, en la negociación del tercer Plan de rescate (junio de 2015), frente a las imposiciones de Alemania;  y que la propuesta de mediación de Macron fue bloqueada finalmente por el presidente Hollande que cedió a las presiones de Angela Merkel.
[4] No me gusta utilizar ni la palabra populismo que es muy ambigua –aunque a algunos dirigentes de Podemos les gusta- ni hablar de extrema izquierda aunque ésta esté presente en algunas de las coaliciones y movimientos.

lunes, 10 de abril de 2017

La izquierda no debería apostar por la destrucción de la Unión Europea. Contestando a Francisco Louça


Este artículo ha sido publicado en Espacio Público del diario digital Publico, como segunda aportación personal al debate "Se abren o cierran oportunidades para el cambio en Europa" 

Se accede al artículo en Público a través del enlace: https://goo.gl/W2Rer8


El segundo artículo de Francisco Louça, después del inicial que promovió este debate, lleva por título “Actuar en Europa con los pies en el suelo”. En él, su autor realiza una breves glosas de la mayoría de los artículos que lo precedieron para llegar a una inicial conclusión de que todas las personas que hemos participado en el debate compartimos que “la izquierda debe desarrollarse fuera de esas instituciones o de esa política”, en referencia a las instituciones de la UE y a la política que éstas han aplicado en los últimos tiempos (o desde su creación).

Comparto la crítica de las políticas, pero no pienso que la izquierda deba abandonar las instituciones europeas, porque, aunque cimente sus prácticas en la movilización social, cualquier transformación política y social, incluida la de las propias instituciones, requiere, en sociedades democráticas y desde perspectivas políticas democráticas, participar en las instituciones tras recibir el voto de los ciudadanos.

Pero tengo otras discrepancias, tal vez más importantes, con Louça, que dedica el comentario más amplio, y el único frontalmente crítico, de su glosario a pretender descalificar mi desacuerdo con la tesis principal de su artículo afirmando que “esa forma de discutir es, simplemente, una prueba de sectarismo, que se define por no querer debatir”, recurso bien fácil  para no molestarse en argumentar contra mis afirmaciones. Pues bien, como mi pretensión era y es debatir con argumentos, voy a procurar desarrollar más algunos de ellos.

La salida del euro y de la UE no es la solución frente a la crisis y su mala gestión
Me parece claro -si no que me desmienta el profesor Louça- que, a pesar de utilizar en sus artículos una calculada ambigüedad, está proponiendo la extinción de la Unión Europea o, al menos, el abandono de la misma por el grupo de países fuertemente endeudados, y no sólo su salida del euro, o sólo el fin de la eurozona. En todo caso, salirse del euro del modo en que lo pinta en una más que sucinta explicación, equivale necesariamente a salirse de la UE.

Dice Francisco Louça en la conclusión principal de su primer artículo, dicha junto con otras cinco menos relevantes: “La sexta conclusión es que para reestructurar las deudas es preciso abandonar el euro e imponer y reconvertir la deuda en la nueva moneda nacional, devaluada para promover la sustitución de importaciones y mejorar los saldos comerciales y, sobre todo, permitiendo así la emisión monetaria y, por tanto, dejar de depender de la financiación a través de los mercados financieros, recuperando un banco central nacional.” Y no se dice más, en los dos artículos, sobre el camino para salirse del euro y de la UE y sobre las consecuencias económicas, sociales y políticas de dicha opción. Y sobre el hecho de que la opción sea compartida por toda la pujante extrema derecha nacionalista europea, no manifiesta aparentemente ninguna preocupación dado que no le merece ni la más mínima alusión en sus dos artículos.

Sorprende que un profesor de economía del nivel de Francisco Louça reduzca la transición económica posterior a la desaparición de la zona euro –o al abandono del mismo por un grupo de países- como un aparentemente fácil camino, hecho a base de devaluación competitiva de las nuevas monedas, reconversión a ellas de las deudas en euros, financiación por los nuevos bancos centrales nacionales mediante la impresión de moneda y política de sustitución de importaciones. Sorprende también que no dedique ni una sola línea al artículo de Gabriel Flores –“Salir del euro no es un punto de encuentro ni puede ser un punto de partida”-, a mi juicio uno de los mejores de este serial de Espacio Público.  Me remito a lo que dice Flores sobre las consecuencias de la salida del euro sobre la deuda externa nominada en euros y el volumen del servicio de la deuda, el régimen cambiario flexible y el impacto de las devaluaciones en las balanzas comerciales para rebatir la supuesta bondad de las recetas de Louça.

Es más,  en mi opinión, si varios países se salen del euro para dedicarse a competir entre ellos y con lo que quedara de la zona euro en base a la devaluación de sus monedas nacionales recuperadas y a políticas de sustitución de importaciones, lo que significaría es que deberían salirse de la UE, por ser incompatibles estas prácticas con las normas del Mercado Único, y, además, producirían una guerra comercial europea, antesala de una nueva recesión. Y eso sin añadir las consecuencias de las limitaciones que las naciones centrales europeas, que tal vez quisieran mantener el euro, establecerían para el comercio con los Estados salidos de la zona euro, si estos hubieran huido supuestamente por las bravas. ¿O, tal vez, Francisco Louça está pensando en buenos acuerdos de libre comercio con lo que quedara de la zona euro  y de la UE, tras negociaciones a varias bandas después de invocar el artículo 50, como en el caso del Brexit? ¿Piensa el profesor Louça que se podrían conseguir dichos buenos acuerdos al tiempo que se promueve una política de devaluaciones competitivas de las nuevas monedas nacionales, en las que ya se denominarían –así de fácil- los títulos de la vieja deuda en euros?  ¿O es que, tal vez, no importase alcanzar dichos acuerdos porque mediante la política de sustitución de importaciones se favorecería hasta tal punto a las industrias nacionales de los Estados de Sur de Europa, que estos podrían superar el problema de ni siquiera tener acuerdos de libre comercio con los países que hoy acogen entre un 70% y un 80%, nada menos, de sus exportaciones? ¿O no sería necesario negociar tales acuerdos porque la implosión de la UE se daría al completo? ¿Cuales serían las consecuencias de esto último para todos?

En este último supuesto, con todos los Estados europeos implicados en este tipo de políticas y en un marco internacional dominado por el nuevo nacionalismo económico y proteccionismo comercial de Donald Trump, la probabilidad de una nueva recesión mundial inducida desde la política sería elevadísima.

La propuesta contenida en la “sexta conclusión”, que no es aventurado calificar como de “nacionalismo económico de izquierdas”, me parece pues equivocada y peligrosa en términos estrictamente económicos. A pesar de la endeblez de su justificación, que contrasta con la solidez argumental con la que aborda la crítica de las políticas de austeridad y devaluación interna y otros aspectos analíticos de la situación económica europea, el profesor Louça no la repara en su segundo artículo, en el que no añade nada más a las diez escasas líneas que dedicaba a su desarrollo en el primer artículo.

Esto no le impide despachar sumariamente las críticas que realicé a su propuesta diciendo: “…Javier Doz, va más allá al garantizar que "propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad”. No es fácil discutir con alguien que considera "el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad" como la consecuencia apocalíptica de cuestionar la UE, a pesar de su “rostro actual””. Y como no es fácil, ni lo intenta.

Los riesgos políticos de la destrucción de la UE. Nacionalismos e internacionalismo.
Hablar de “suicidio de la humanidad” es, por supuesto, un subrayado hiperbólico. Ni siquiera pereció tras las dos hecatombes mundiales del Siglo XX. Lo único que podría “suicidar a la humanidad”, en un sentido estricto, sería una tercera guerra mundial con un uso masivo de armas nucleares. Y, desde luego, no pienso que esta hipótesis sea hoy un riesgo probable, aunque su probabilidad sea un poco mayor con Trump  en la Presidencia de los EE UU. Pero si imagino un escenario “post-desintegración de la UE”, con Estados nación gobernados por partidos nacionalistas enfrentados por guerras comerciales y rivalidades basadas en la pugna de las identidades nacionales renacidas, en un contexto internacional con grandes dosis de nacionalismo económico y autoritarismo político, todas las alarmas se encienden en mi cerebro. No deberíamos olvidar las consecuencias que tuvo la destrucción de una entidad supranacional europea, Yugoeslavia, a principios de los 90. Cuando a finales de los 80 comenzaron a crecer y actuar las corrientes nacionalistas en las principales repúblicas que integraban la Federación yugoeslava, nadie, ni los más apasionados y sectarios nacionalistas serbios o croatas, imaginaban que la cosa pudiera terminar en un rosario de guerras que costaron 200.000 muertos y el primer genocidio en suelo europeo después de la 2ª Guerra Mundial, en Srebrenica y otros lugares. Era impensable, pero ocurrió.

No se trata de hacer concursos de internacionalismo con nadie como irónicamente me achaca Francisco Louça en su respuesta. Simplemente, no me parece, en este momento histórico, el mejor modo de desarrollar los valores y los objetivos del internacionalismo solidario -para mí consustanciales con los de la izquierda política- el hacerlo desde una vuelta al Estado nación, a partir de la desintegración de la UE, y defendiendo un programa económico basado en el proteccionismo comercial. Y no porque sea imposible impulsar la solidaridad internacional a partir de las convicciones, sin duda internacionalistas, de Louça y de los que piensan como él, sino porque en el escenario político que preconizan –Estados nación fuertes sin la UE- el poder político estaría en manos de la derecha, los nacionalistas y la extrema derecha. Y ello me parece claro por varias razones que paso a desarrollar brevemente

En primer lugar, porque un escenario de inestabilidad política, crisis económica y reafirmación de los valores nacionales –y no otro sería el producido por la desintegración de la UE o una ruptura más importante que la del Brexit- es el escenario ideal para el triunfo de los nacionalismos autoritarios y la extrema derecha. En segundo lugar, lo anterior se refuerza porque la propuesta política de Louça, como bien subraya Gabriel Flores, impide establecer las bases de una unidad amplia de la izquierda política y social, en torno a un programa que pudiera disputar la hegemonía política a la derecha y la extrema derecha, en los Estados nación europeos y en el conjunto de la UE.  Y la unidad de la izquierda es una condición necesaria, aunque no suficiente, para conseguir dicha hegemonía, como nos muestra cualquier análisis histórico y cualquier análisis político rigurosos de la Europa de hoy. Por el contrario, el profesor y político Louça, nos dice que lo esencial es el combate de la izquierda contra la derecha y el centro, centro en el que sitúa a los partidos socialdemócratas. La verdad es que no entiendo cómo se compadece esta posición con el papel del Bloco de Esquerda como impulsor del acuerdo parlamentario de la izquierda portuguesa que permite gobernar al Partido Socialista.

¿Qué concepto de Estado nación es el de la izquierda?
Lo que sí me parece más que discutible, desde una óptica internacionalista y de izquierdas, es la concepción étnico-lingüística e historicista del Estado que refleja la siguiente afirmación del segundo artículo de Louça: “No hay democracia internacional, con legitimidad identitaria y con reconocimiento popular; puede haber formas de cooperación que son democráticas, pero, al no tener una identidad de "pueblo europeo" —pues no hay una lengua común, o una comunidad organizada con una historia común—, entonces no hay ni puede haber una "democracia europea"”. Mala base ideológica para una concepción de la izquierda del Estado, en el Siglo XXI. Me confieso mucho más cercano a la concepción del Estado que se deriva del concepto de “patriotismo constitucional”  de Jürgen Habermas, y considero que es mucho más progresista su idea de comunidad política de derechos y deberes garantizados por la ley a la ciudadanía que la que sólo se basa en una “legitimidad identitaria” –expresión, confieso, que me repele- de lengua común o historia común pasada. La definición de Louça de Estado nación difícilmente puede servir a sociedades abiertas a las migraciones y a su integración y a la construcción de proyectos/historia de futuro sobre la base de valores y derechos garantizados por la ley, y menos aún para construir estructuras políticas supranacionales democráticas -regionales y globales- imprescindibles para dominar los procesos tecnológicos, económicos, culturales y políticos mundiales al servicio de la inmensa mayoría de sus poblaciones y lograr una efectiva globalización de los derechos. Pero ya sabemos que a Francisco Louça no le interesa que existan esas estructuras porque sólo las ve como instrumentos de dominación del capital.

Reconozco que me produce un profundo desasosiego el que se puedan extraer conclusiones tan divergentes de valoraciones que compartimos. Dos ejemplos daré. El de mis coincidencias plenas con Louça a la hora de tachar el Acuerdo UE-Turquía sobre migrantes y refugiados como el “Acuerdo de la vergüenza” y de afirmar que “El mayor fracaso en la historia de las izquierdas europeas en el Siglo XXI fue Grecia”. Pero el “Acuerdo de la vergüenza”, no lo olvidemos por favor, fue fruto de la exitosa rebelión de algunos Estados nación del centro y el este de Europa, sometidos a los nacionalismos, frente a las propuestas iniciales de la Comisión Europea y de una Ángela Merkel –sólo en este caso generosa- a las que consiguieron vencer.

Y mi reflexión sobre la derrota de Grecia me lleva a decir que sólo hubiera sido posible derrotar las políticas de austeridad, que se cebaron particularmente en el país heleno, desde una huelga general europea (o más de una). Participé activamente en el proceso de convocatoria de la jornada de movilización sindical europea del 14 de noviembre de 2012 (la de mayor dimensión, con 5 huelgas generales y acciones en 28 países). La coordinación entre CCOO y la UGT española con la CGTP portuguesa fueron decisivas para lograr un determinado nivel de articulación de las movilizaciones nacionales con una perspectiva europea –dicha capacidad de articulación es el elemento esencial a perseguir en las luchas políticas y sociales europeas o supranacionales-. Pues bien, no se llegó a más, en ese y en otros momentos de las luchas sindicales europeas durante la crisis, porque la mayoría de los sindicatos del centro y el norte de Europa siguen considerando, como hace Francisco Louça, que sólo es en el ámbito de los Estados nación donde hay que preservar y promover los derechos de los trabajadores, y como les ha ido mejor que a los del sur en una perspectiva histórica y en la actualidad, prefieren no arriesgarse a luchar junto con ellos. Sólo unos pocos sindicalistas más lúcidos consideran que si los del sur de Europa pierden derechos, los del centro y el norte acabarán perdiéndolos también. Centrarse, casi en exclusiva, en la acción política y social en el ámbito de los Estados nación, como pretende Louça, conduce, en el mejor de los casos, a reproducir estos hábitos nada internacionalistas.

Estrategia alternativa y unidad de la izquierda
El gran fracaso de la izquierda europea en el Siglo XXI, cuyo símbolo puede ser Grecia, es el de su incapacidad para construir una estrategia alternativa frente a la crisis. En lugar de centrarse en superar esta situación, conjugando las visiones nacionales con las europeas, las izquierdas europeas se dedican a otra cosa. En palabras de Gabriel Flores: “Las izquierdas europeas, por su parte, mantienen su desunión e ideologizan sus diferencias, profundizándolas. Mientras la socialdemocracia retrocede y sueña con la posibilidad de mantener un resultado electoral que le permita reeditar las grandes coaliciones con la derecha, las fuerzas políticas situadas a su izquierda se atrincheran y remarcan sus diferencias con la socialdemocracia. Parecen complacidas con el logro de un espacio electoral confortable que les permite reafirmar un análisis catastrofista al tiempo que pierden la oportunidad de impulsar los cambios que hacen falta para que las instituciones nacionales y europeas respondan a los intereses de la mayoría social”. Y propone otra actitud, otro rumbo, para la izquierda europea: “Hay que construir amplias alianzas políticas y sociales que disputen la hegemonía a la derecha y atraigan a la mayoría de las fuerzas progresistas y de izquierdas a la tarea de conseguir un cambio sustentado en la cooperación entre los socios, la defensa de la cohesión económica, social y territorial y la subordinación de la economía a los intereses de la mayoría social. 
La unidad europea sigue siendo el instrumento más adecuado para influir en la imprescindible tarea de embridar la mundialización económica y sus potenciales efectos negativos y lograr un reparto más equitativo de las ventajas y los costes que conlleva”

En mi primer artículo esbozaba algunas líneas programáticas y de acción en la línea de promover una refundación política de la UE (democrática y social) en el marco de la acción política mundialista por la globalización de los derechos y la democratización de las instituciones políticas multilaterales. El camino es arduo y será largo. Pero sinceramente no veo otro. Y se construye, por supuesto, a partir de las prácticas políticas y sociales realizadas en los Estados nación, y aún en los ámbitos subestatales, pero con una perspectiva transnacional, internacionalista y solidaria.

miércoles, 15 de marzo de 2017

La izquierda y el futuro de Europa

Este artículo ha sido publicado en el diario digital Público, en su sección Espacio Público, el 15 de marzo de 2017
Enlace: https://goo.gl/8DsRWn


¿Tiene futuro la UE? ¿Tiene futuro la izquierda? Después de leer el texto de Francisco Louçā y, sobre todo, la principal de sus seis conclusiones mi respuesta a ambas preguntas sería “no”.

Porque el artículo -con el que coincido, no obstante, en parte de sus diagnósticos y algunas de sus conclusiones- tiene un mensaje claro: la única solución frente al estado de cosas en la UE, agravado por las políticas de austeridad y devaluación interna, es salirse del euro y adentrarse en lo que sería una versión de izquierdas del nacionalismo económico (sustitución de importaciones para mejorar las balanzas comerciales nacionales). No aclara Louçā, que lleva ya algún tiempo pidiendo la salida de Portugal del euro, si lo preconiza sólo para algunos Estados miembros de la UE o para todos. Tampoco hace ninguna referencia a las consecuencias que el fin del euro, o su abandono por un conjunto de países, tendría sobre el porvenir de la UE. En todo caso, los medios que propone para mejorar las balanzas comerciales nacionales –a costa de los vecinos europeos, se supone, dada la estructura del comercio europeo- serían incompatibles con las reglas del mercado interior. Más allá de esto, acabarían teniendo consecuencias económicas negativas para todos.

No es necesario extenderse mucho en argumentar que una propuesta como la que hace Francisco Louçā en su artículo implicaría, en caso de prosperar, no sólo el fin del euro, sino la destrucción de la Unión Europea.

Lo que nos propone el profesor Louçā es, nada menos, que la izquierda entre a competir en el terreno de juego que nos está marcando la extrema derecha europea y Donald Trump, y que lo haga asumiendo como propias algunas de sus propuestas más destacadas: el fin del euro -y por lo tanto de la UE- y una parte, al menos, de los postulados del nacionalismo económico y el proteccionismo comercial. La pinza programática que nos propone Loucā no sólo podría precipitarnos hacia el fin de la UE, sino que, así mismo, alejaría a la izquierda europea, sometida también a una profunda crisis, de cualquier horizonte de hegemonía cultural y política. Y eso sin referirnos a los nada desdeñables riesgos de que dicho proceso de demolición llevara a las naciones europeas a volver a su “vieja historia”, a la de antes de 1945.

Escribo esto desde una posición política alejada de cualquier complacencia con el estado de cosas de la UE. Soy muy crítico con la gestión de la crisis económica que han hecho sus instituciones políticas, sometidas a los dictados del gobierno alemán que bebe en las fuentes de una economía política antikeynesiana, híbrida de ordoliberalismo y neoliberalismo. La política europea frente a la crisis ha sido un fracaso. La ha agudizado, haciendo que la Gran Recesión haya sido en nuestro continente más larga y profunda que la vivida en otras regiones del planeta, estableciendo un reparto de sus cargas socialmente muy injusto y produciendo una divergencia entre sus Estados miembros que ha deteriorado mucho la cohesión política entre ellos.

De esta manera ha alimentado la actual crisis política europea, que es crisis de funcionamiento y de proyecto, Es una crisis que si no se afronta con ideas de progreso –aglutinadoras y restauradoras de la confianza de la ciudadanía y de la solidaridad entre las poblaciones europeas-, y con energía y capacidad de gobierno, se transformará en crisis existencial de infeliz final.

Parto también de lamentar el tristísimo papel jugado por la socialdemocracia europea, incapaz de construir una alternativa política, ni siquiera programática, a la gestión conservadora  de la crisis, impuesta por Alemania. Con ello, ha agudizado su propia la crisis, la de muchos de sus partidos políticos nacionales (el PSE y el grupo parlamentario S&D siguen sin jugar un papel significativo en la política europea). La crisis de la socialdemocracia ha venido gestándose desde la caída del Muro de Berlín y su complacencia con el neoliberalismo de los noventa, de la mano de las “terceras vías” de Blair y Schröder cuyos éxitos electorales sólo consiguieron ocultarla temporalmente, y se manifiesta en toda su extensión por su carencia de alternativas a las políticas  de austeridad y al declive electoral en muchos Estados.
                                                                                                                 
Algunas otras respuestas en el campo de la izquierda política y social
La llegada al gobierno griego de Syriza, con la voluntad de enfrentarse a las políticas de austeridad desde dentro de la UE, encendió las alarmas de la mayoría de los partidos de las dos principales corrientes políticas europeas. El gobierno alemán, asistido por el presidente del Eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem (Partido del Trabajo, PSE), propició, con la aquiescencia o el silencio cómplices de los demás gobiernos europeos, la derrota política del gobierno de Syriza a costa, una vez más, del pueblo griego pero también de la cohesión de la UE y de la racionalidad económica.

En la península ibérica la crisis ha propiciado escenarios y conductas diferentes. En España ha surgido con fuerza un nuevo partido a la izquierda del PSOE, Podemos. Sin embargo, a pesar de que la aritmética electoral lo permitía, no se ha producido el desplazamiento del gobierno de un PP, castigado en las urnas por su gestión antisocial de la crisis y por la corrupción. Este hecho lamentable tiene, a mi juicio, más de un culpable. En Portugal, por el contrario, la iniciativa política del partido que contribuyó a fundar Francisco Louçā, el Bloco de Esquerda, ha logrado el muy difícil entendimiento del PCP y el PS en torno a un programa común que permite gobernar a los socialistas portugueses (por el momento bien y sin acoso excesivo de la troika). En Italia, el liderazgo autoritario de Mateo Renzi, que ha propiciado la escisión del ala izquierda del PD y el choque frontal con la CGIL, parece querer cortar definitivamente con las raíces históricas de su partido. La formación que puede sustituir al PD como primer partido italiano, el Movimiento 5 Estrellas, tiene un muy difícil encuadre en las categorías políticas clásicas, pero no ha tenido inconveniente de formar grupo parlamentario europeo con un partido de extrema derecha, el UKIP británico.

En el terreno social y laboral, aunque ha habido importantes movilizaciones contra las políticas de austeridad, éstas han sido manifiestamente insuficientes para lograr su derrota o su modificación sustancial. En buena medida porque el ámbito en donde dichas políticas se decidían era europeo y no nacional y la mayoría de las movilizaciones han tenido una dimensión nacional. Las centrales sindicales europeas han convocado en los Estados de la UE más huelgas generales que en cualquier otro período histórico, sobre todo en el momento álgido de la crisis (2009-2013) y en los países del Sur. Sin embargo, sólo el 14 de noviembre de 2012 se produjo un intento serio de coordinación de las mismas en una jornada de dimensión europea.

Traigo a colación estos ejemplos porque no quiero ocultar las grandes dificultades que tiene la construcción de una alternativa de izquierdas en Europa.

La recuperación de la izquierda sólo vendrá de la mano del internacionalismo
De lo que no tengo la menor duda es que jamás la recuperación de la izquierda en Europa (y en el mundo) vendrá de la mano de planteamientos nacionalistas, aunque estén tamizados por el pensamiento de Ernesto Laclau. La recuperación y renovación de la izquierda pasan por recuperar o fortalecer el internacionalismo, una de las componentes esenciales de la ideología que le ha dado mayor consistencia a lo largo de la historia, el  marxismo, máxime cuando el mundo de hoy está muchísimo más intercomunicado y globalizado que el de Carlos Marx cuando hablaba del  fantasma que recorría Europa.

La recuperación de la izquierda no pasará nunca por oponerse al modelo neoliberal de globalización desde los postulados del nacionalismo económico y el proteccionismo comercial, como hace una parte del movimiento antiglobalización. La recuperación de la izquierda se producirá cuando sea capaz de construir un programa político transnacional e internacionalista basado en la globalización de los derechos, la promoción del comercio justo y la construcción de un gobierno democrático del mundo, con instituciones políticas, leyes y tribunales.

La recuperación de la izquierda no se producirá jamás apostando, por activa o por pasiva, por la destrucción de un proyecto político, la UE, que ha asegurado a los Estados que la componen casi tres cuartos de siglo de paz, tras muchos siglos de guerras entre ellos, y progreso económico y niveles de bienestar social e igualdad desconocidos en la historia. Aunque estos han venido deteriorándose en las últimas dos décadas, especialmente a partir de la Gran Recesión, nuestro continente sigue siendo todavía la región del planeta con un mayor nivel de igualdad y protección social. Si se produjera la implosión de la UE, y existe un peligro real a corto o medio plazo, sería el terreno de juego ideal para el progreso de Le Pen, Wilders, Farage, Trump y compañía.

La recuperación de la izquierda se producirá, por el contrario, cuando sea capaz de proponer y realizar un proyecto de refundación política de la UE que implique más integración, en un sentido federal, más democracia y un fuerte pilar social, que plasme el “nuevo contrato social” que sustituya al implícito de la posguerra, roto por el austericidio, tal como preconiza la Confederación Europea de Sindicatos. Cuando la izquierda política, sindical y social europea sea capaz de actuar por encima de las fronteras con un discurso coherente y con una voluntad de acción inequívocamente internacionalistas, podrá luchar con garantías de éxito contra las ideologías nacionalistas, xenófobas y racistas que están penetrando en las sociedades europeas y en muchos de sus sectores más populares y desfavorecidos.

Un proyecto unitario de izquierdas que articule lo nacional con lo europeo e internacional
El internacionalismo es una condición necesaria pero no suficiente para la renovación y la recuperación de la izquierda. Por supuesto que es en los ámbitos locales y nacionales en donde tiene que desarrollarse el grueso de la acción política, social y sindical para progresar hacia los objetivos que deben seguir estructurando el programa de la izquierda política y social: la redistribución de la riqueza en los ámbitos primario –a través de la negociación colectiva- y secundario –a través de las políticas fiscal y presupuestaria-; la igualdad en todas sus facetas; el fortalecimiento de lo público, en particular en los servicios esenciales; y la profundización de la democracia en la política, la sociedad y la economía. Lo que no hay que olvidar nunca es la dimensión europea e internacional de la acción política – de movilización social y de gobierno- y la articulación de las prácticas locales y nacionales con las europeas e internacionales desde la óptica del internacionalismo solidario.

Muchos problemas vitales tienen un ámbito de resolución necesariamente transnacional. Hay que tenerlo claro por mucho que nos pueda desasosegar la dificultad para vislumbrar los medios eficaces de acción en ese ámbito. Un ejemplo: si los salarios disminuyen en los países desarrollados por el dumping laboral que practican las empresas multinacionales (EMN) a través de sus cadenas de producción globales (el 60% del PIB mundial, según la OIT), y la protección social (salario diferido) por el fraude/elusión fiscal que las EMN practican con la ayuda de algunos gobiernos (de dentro y de fuera de la UE), el ámbito de solución de estos dos macroproblemas es necesariamente europeo e internacional. Por un lado está la acción sindical internacional para obligar a las EMN a firmar acuerdos marcos mundiales que involucren a las cadenas de empresas subcontratadas y a que los cumplan; por otro, la acción política y sindical para que gobiernos y empresas suscriban y cumplan los convenios de la OIT.

Para hacer que las EMN paguen los impuestos que deben y donde deben, y de un modo más general para luchar eficazmente contra el fraude fiscal, el blanqueo de capitales y la propia existencia de los cada vez más boyantes y numerosos paraísos fiscales –entre ellos varios Estados de la UE y de los EE UU-, el ámbito de resolución es necesariamente transnacional, europeo y mundial. La UE se juega mucho si no es coherente en este terreno –y estamos viendo como el Consejo y el Eurogrupo pone trabas a las buenas iniciativas de la Comisión sobre el tema- pero, en cualquier caso, un desmembramiento de la Unión haría imposible cualquier progreso hacia la erradicación de estas lacras que minan los ingresos fiscales y la democracia.

Las oportunidades para el cambio se abrirán en Europa sólo si somos capaces de establecer una alianza sólida entre la izquierda política y la izquierda social, en torno a un programa socialmente avanzado y democrático que tenga un signo inequívocamente europeísta e internacionalista.

No hay espacio en los límites de este artículo para desarrollar sus contenidos Hay ya bastantes personas y organizaciones empeñadas en trabajar en esta dirección. Sólo añadiré, a lo dicho hasta ahora, que es urgente que la zona euro tenga los requisitos de una “zona monetaria óptima”: BCE en plenitud de funciones, Tesoro común, eurobonos, política fiscal armonizada, etc. Y que la propuesta de refundación política  debería basarse en: un gobierno económico que incluya como objetivos principales de sus políticas la creación de empleo de calidad y la búsqueda de la cohesión social; el establecimiento de sistemas europeos de normas marco sociales y laborales avanzadas; y, el diseño de un modelo de gobierno de la UE más democrático, transparente y eficaz.

Esta perspectiva europea es inseparable de una nueva política mundial que promueva: la paz a través de la justicia en las relaciones internacionales y la universalización de todos los derechos humanos (Declaración de 1948 de la ONU y normas derivadas); un nuevo modelo de relaciones económicas y comerciales que impulse los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Agenda 2030) y el cumplimiento del Acuerdo de París (2015) sobre cambio climático, el crecimiento económico de la mano del comercio justo, los derechos laborales y sociales y una más justa distribución de la riqueza; la reforma del sistema de Naciones Unidas y sus agencias para hacerlo más democrático y coherente en sus normas y actuaciones en el camino de prefigurar un gobierno democrático del mundo; y, la justicia universal a través de los tribunales internacionales.


La izquierda europea debería unirse superando los sectarismos para trabajar en esta perspectiva y hacer que el agente de este cambio fuera una UE unida y fuerte. Así recobraría la hegemonía cultural y política. Propiciar la destrucción de la UE, por mucho que nos disguste en su rostro actual, sería el suicidio de la izquierda y, tal vez, de la humanidad. 

jueves, 5 de enero de 2017

Breve nota sobre la polémica entre Javier Cercas y Juan Carlos Monedero sobre el PCE y la transición a la democracia en España

Javier Cercas: "La dignidad del PCE". En El País semanal (1/01/2017): http://bit.ly/2iLlwdj

Juan Carlos Monedero: "Javier Cercas, el PCE y la Transición: anatomía de un distante". En Público.es (4/01/2017): http://bit.ly/2iEe3fC


Unas pocas palabras sobre la iniciada polémica entre Juan Carlos Monedero y Javier Cercas sobre la transición a la democracia en España y el papel del PCE.

El artículo de Cercas, en el País semanal, me parece muy bueno. Se sitúa en una línea de crítica al revisionismo de la Transición española y del papel del PCE en ella, revisionismo que encabezan los actuales dirigentes del PCE y de IU y del que parecen participar algunos de los líderes de Podemos. 

La, por el momento, mayor muestra de lo desacertado de buena parte de las afirmaciones de quienes quieren liquidar el patrimonio histórico y político de la izquierda comunista en la transición, son las recientes palabras de Alberto Garzón sobre el eurocomunismo, a las que hace referencia el artículo de Javier Cercas. Garzón, para descalificarlo, lo tilda de "populismo". Se pueden criticar aspectos de aquella efímera corriente que pretendía situar a los partidos comunistas europeos dentro de vías inequívocamente democráticas para alcanzar el socialismo, pero nunca calificarlo de "populista", porque era justamente lo contrario. 

Lo mismo cabe decir de la Transición y del papel del PCE en ella. Errores se cometieron, sin ninguna duda. Por ejemplo, se puede -y es discutible- amnistiar a criminales del franquismo, en paralelo a los criminales de ETA, pero nunca pretender enterrar, o atenuar, la memoria de los crímenes que debieron tener siempre una condena moral, política e institucional, como en otras transiciones pacíficas posteriores (Sudáfrica). Pero, en lo esencial, lo que hizo el PCE en la Transición fue lo mejor que pudo hacer en unas circunstancias históricas y políticas determinadas. Porque, a mi juicio, la cuestión no era optar entre una vía pactada y pacífica -relativamente pacífica, tiene razón Monedero en recordar que sangre hubo en la transición- y una vía rupturista y radical que destruyera los aparatos de estado de la Dictadura. La única vía posible para alcanzar, en ese momento, la democracia en España fue la que se transitó, la de la "ruptura pactada". La otra, de existir, habría conducido a una nueva derrota -aunque fuera temporal- y, probablemente, a un nuevo baño de sangre, riesgo que la inmensa mayoría de los españoles no estaba dispuesta a correr. 

Sólo afirmando, como hacen algunos, que "el régimen del 78" no es sino la continuidad de la Dictadura y que no vivimos, por lo tanto, en un sistema democrático, puede cuestionarse seriamente el modelo de la transición española. Pero entraríamos ya en el terreno de lo manifiestamente insostenible. Y esto es así por mucho que nos pesen -y a mí me pesan- las limitaciones, injusticias y corrupciones  de nuestro sistema político.

El artículo de Juan Carlo Monedero tiene dos errores de bulto: 

1. En el punto 2, refiriéndose al PCE, dice: "No iba a tener ni un puesto en la ponencia constitucional". Bien que lo tuvo, en la persona de Jordi Solé Tura (PCE-PSUC).

2. En el mismo punto 2, en el que habla de los Pactos de la Moncloa, afirma: "Por eso, uno de cada cuatro alumnos estudia hoy en colegios concertados y no en la escuela pública". Sobre el peso de las enseñanzas pública y privada en España, los Pactos de la Moncloa tuvieron justo el efecto contrario al que insinúa Monedero. Una de las consecuencias más positivas del Plan de construcción de centros públicos de enseñanza, incluido en los Pactos de la Moncloa, el más importante de la historia de la educación en España, fue que incrementó el alumnado de la pública (primaria y secundaria) desde un porcentaje de menos del 50% hasta el 66%, cifra en que se estabilizó -lamentablemente- hasta nuestros días

Hay algo con lo que estoy muy de acuerdo con Juan Carlos Monedero: el relato oficial de la transición se olvida interesadamente de las grandes movilizaciones populares que fueron las que lograron imponer una "ruptura pactada" y trajeron la democracia a España, para decir que fue obra de la visión del Rey Juan Carlos y de Adolfo Suárez. Esa visión previa ni siquiera existió. La fueron moldeando la propia historia y la interacción con otros agentes políticos y sociales. Ahí estriba, en todo caso, su mayor mérito.

De entre los desacuerdos, destaco dos:

 1. A la hora de juzgar el resultado global se olvida de la correlación de fuerzas. Los aparatos militar, policial y judicial de la Dictadura estaban intactos y, a pesar de la importancia de las movilizaciones por la democracia, la mayoría de la población era bastante menos propensa a conquistar la libertad en la calle de lo que muchos de quienes estábamos en ella pensábamos entonces.

2. El desprecio al papel de CC OO en la transición que revela la única frase donde se las  menciona: "Solo le quedaba a Carrillo el recurso de CC OO para ofrecer algo a cambio de reconocimiento. Lo usó y se brindó para desactivar la calle". Es una afirmación falsa e injusta. CC OO hizo muchísimo más por la libertad y la democracia en España, durante la transición, que ser un instrumento al servicio de la táctica de Santiago Carrillo. No hay espacio aquí para demostrarlo con hechos y relatos de los hechos alejados de los prejuicios.