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Cuando los ecos del brutal ataque del terrorismo yihadista, en París, y de la impresionante respuesta de la ciudadanía francesa se van mitigando, volvemos a tener el nombre de Grecia en el centro de la política europea. Por las elecciones del próximo 25 de enero, por la inestabilidad de los mercados financieros y por las presiones que electores y políticos griegos están sufriendo por parte de los paladines de las políticas de austeridad que, según parece, son incombustibles ante su clamoroso fracaso.
Fue en
2010 cuando la crisis económica mundial comenzó a vivir su fase europea, de la
que todavía hoy no se ha salido. El epicentro fue Grecia. Su estallido tuvo
lugar en mayo cuando, a través del Ecofin, Alemania impuso su condena a Grecia
en forma de rescate, obligando de paso a los países de la Zona euro a adoptar
las prescripciones de su economía política más conservadora para gestionar la
crisis: austeridad presupuestaria extrema, reformas estructurales que recorten
prestaciones y servicios públicos, y devaluación salarial de los países
endeudados y sometidos a procesos de rescate para compensar, supuestamente, los
efectos recesivos de la austeridad mediante ganancias de competitividad.
Cinco
años más tarde, y con la crisis del euro convertida en una crisis política de
la Unión Europea, Grecia vuelve a ser el epicentro de su nueva fase. ¿Será la
del inicio de la rectificación? ¿O continuará el progreso de cuarteamiento de
la UE?
Tras la
convocatoria de elecciones generales, por el fracaso de Nueva Democracia en la
elección de su candidato a Presidente de la República, se han vuelto a generar
presiones políticas tendentes a impedir que el partido al que todas las
encuestas señalan como favorito, Syriza, pueda formar un gobierno que ponga en
cuestión la continuidad de las políticas de austeridad y promueva la
reestructuración de la deuda griega. No son nuevas. Conocidas son las que
obligaron a dimitir a Yorgos Papandréu y auparon a Antonis Samarás. Poco importó, en este caso, que fuese su
partido, Nueva Democracia, el responsable de la falsificación de las cuentas
públicas griegas que sirvieron de justificación para unos tipos de interés de
castigo, impuestos inicialmente en el primer rescate griego al calor de la
campaña de la prensa amarilla alemana. Ahora, han sido primero las
“declaraciones de fuentes gubernamentales” al semanario Der Spiegel, luego las
del presidente del think tank IFO,
Hans Werner Sinn, las que han planteando el bajo coste o la necesidad de la
salida de Grecia del euro. Matizaciones del gobierno alemán o desmentidos de la
Comisión Europea aparte, los mensajes han quedado para su uso en la campaña
electoral griega y para alimentar el nerviosismo de los mercados financieros. La
jugada es conocida: se alimenta ese fácil nerviosismo y luego se achaca al
temor de que la izquierda gane. Profecía autocumplida se llama.
Una de
las más inaceptables paradojas de la situación política europea es, sin duda,
ésta: los máximos responsables de la imposición a Grecia de una política
completamente fracasada, que ha producido un hundimiento económico histórico en
Europa después de la 2ª Guerra Mundial, amén de estragos sociales y políticos
de parecido o peor calibre, en lugar de cambiarla, tienen la osadía de
presionar para que los griegos no voten a aquellas formaciones que preconizan
el más que justificado cambio. Siendo el gobierno de Alemania el principal
responsable de la dirección de la política económica europea, hay que
preguntarse: ¿Cómo es posible que una nación que actúa así pueda seguir
ejerciendo -lo quieran o no sus gobernantes- el liderazgo político de
Europa? ¿Hacia dónde va la UE con un liderazgo alemán de esta clase? Recientemente,
Hans Kundnani ha sumado su voz a la de Joschka Fisher para volver a subrayar
esa histórica incapacidad de liderazgo positivo de Alemania sobre Europa. Y no
son precisamente “enemigos” de Alemania.
El mal
gobierno, la corrupción y la irresponsabilidad de las élites políticas y
económicas de Grecia junto con la austeridad extrema han hundido al país. Caída
del PIB del 24%, y del 40% de la renta disponible de las familias. Tasas de
paro y de pobreza del 26% y del 33%, respectivamente, gravísimo deterioro de
los sistemas educativo, sanitario (3 millones de excluidos de la asistencia
sanitaria de la seguridad social) y de protección social, drástico recorte de
salarios y pensiones, destrucción del diálogo social y la negociación
colectiva, vulneración de los convenios internacionales (OIT, Consejo de
Europa), bolsas de hambre y desnutrición, etc., etc. Y su deuda pública, si
antes del rescate era del 129% del PIB (2009), hoy supera el 180%, después de
haber experimentado una quita del 53% de su valor nominal. ¿Puede haber una
superior acumulación de pruebas sobre el fracaso absoluto de una política?
Si Grecia
es el caso extremo, las consecuencias de la mala “gestión alemana” de la crisis
europea afectan a toda la UE: segunda recesión y situación actual de riesgo de
estancamiento con deflación. La tendencia general no oculta la profunda
divergencia por países de las dos variables principales, crecimiento y empleo. Mientras
que los países rescatados, incluido España, Italia y otros están lejos de haber
recuperado los niveles de PIB y empleo previos a la crisis, Alemania y otros del
Norte ya recuperaron, en 2012, su PIB de 2007. Sin negar el papel de las
fortalezas y debilidades internas para este comportamiento tan desigual, no hay
duda de que el masivo flujo de capitales hacia Alemania y el Norte de Europa,
motivado por decisiones políticas (o la falta de ellas), está siendo una
poderosa causa de divergencia. Y si la Unión Europea pasa a ser un factor de
divergencia entre sus miembros, invirtiendo el papel jugado desde su fundación,
será insostenible a largo o medio plazo.
Hoy
reclaman un cambio de rumbo de la política económica europea no sólo los sindicatos y organizaciones sociales y buena parte
de los partidos de izquierda, sino un número creciente de instituciones
internacionales y gobiernos y académicos de variado signo político. Lo ha hecho
el propio Mario Draghi, con palabras medidas, en Jackson Hole. Pero el poder
político determinante de la UE se resiste a reconocer su fracaso. El Consejo
Europeo y el BCE, fuertemente presionados, sólo rectifican parcialmente, con
retraso, sin plantearse la coordinación de medidas monetarias, fiscales y de inversión.
Mientras se está a la espera de que el BCE, el próximo 22 de enero, de un paso
más en su política de expansión monetaria, comprando deuda de los Estados, se
ve sometido a la oposición del Bundesbank y a la presión de Angela Merkel para
que, si lo hace, lo haga en cuantía reducida después de imponer una
contraproducente espera. El Plan Juncker está muy lejos, en sus objetivos, de
lo que la UE necesitaría para reducir sustancialmente la caída de la inversión
que la crisis ha producido (siete puntos de PIB). Que la inversión privada
aporte el 80% de la financiación es sólo un deseo. Lo que aportan los
presupuestos de la UE, sacándolo de otras partidas de inversión, son unos
ridículos 15.000 millones de euros. Compárese esta cifra con los 45.000
millones de inversiones que se dejaron de gastar en los presupuestos ordinarios
de 2007-2013 y se trasladaron a 2014-2020, después de ser sólo dibujados en el
Plan de crecimiento y empleo de 2012. Pues bien, ni siquiera se aporta esta
última cantidad que figuraba en ese fraudulento Plan, aprobado por la cumbre
del Consejo y que nunca gastó nada porque no se realizó nada. A pesar de todo
ello, el gobierno alemán pone pegas y retrasa la aprobación del Plan Juncker,
de modo que su aplicación no se iniciará, en el mejor de los casos, hasta
finales de 2015.
Una forma
de gobernar así es insostenible. Pone en peligro la existencia de la propia UE.
La deriva económica del continente europeo no se arregla con algo más de
flexibilidad en los periodos de cumplimiento de los objetivos de déficit (de
los de deuda, mejor no hablar porque son inalcanzables para muchos países),
algo de expansión monetaria y un poco de inversión. Se necesitaría hacer
coincidir en el tiempo y con la mayor intensidad posible cuatro actuaciones: un
plan europeo de inversiones como el que propone la Confederación Europea de
Sindicatos (250.000 millones anuales durante diez años); la aplicación de toda
la gama de medidas de flexibilización cuantitativa por parte del BCE, incluida la compra de deuda de los Estados; una
coordinación de las políticas fiscales para activar la demanda; y un plan
efectivo contra la evasión y la elusión fiscales. A partir del crecimiento que
generaría la combinación de estas medidas se plantearía un mucho más efectivo y
menos dañino programa de reducción de los déficits y deudas nacionales. La
mutualización de una parte significativa de las deudas de los Estados mediante
su conversión a eurobonos, reduciría la necesidad de proceder a
reestructuraciones de las mismas. En los casos inevitables (lo es, al menos, el
de Grecia) debería procederse con orden y prontitud. Reestructurar la deuda no
equivale a su impago. Existen diversas modalidades aplicables a empresas y a
Estados. Entre los países europeos que, después de la 2ª Guerra Mundial, reestructuraron
su deuda se encuentra Alemania. Lo hizo en 1953, y ayudó poderosamente al
“milagro económico alemán”.
Pero aún
más preocupante es, a mi juicio, la falta de proyecto político de futuro para
Europa que atenaza a las dos principales corrientes políticas del continente,
populares y socialdemócratas, en particular cuando desde los gobiernos
configuran el poder principal de la UE, el Consejo Europeo. No ha habido
ninguna alternativa mínimamente articulada a la política de la “Europa alemana”
(la austeridad) como política para la gestión de la crisis. Y ahora, para enfrentarse a una
situación muy difícil, compleja y peligrosa, con manifestaciones mayoritarias
de desconfianza de la población hacia las instituciones políticas europeas y
nacionales, con síntomas serios de deslegitimación de los sistemas
democráticos, con un auge de las corrientes políticas nacionalistas, xenófobas,
populistas o de extrema derecha en numerosos países europeos, todas ellas
contrarias a la existencia misma de la UE y algunas de ellas con aspiraciones a
ser la primera fuerza política en países centrales (Frente Nacional en
Francia), ¿cuál es la respuesta de los principales líderes políticos europeos?
Simplemente, capear el temporal, sin ideas ni proyectos. Se cede en la vía de
la renacionalización de las políticas, como
es el caso del programa REFIT que, con la excusa de simplificar la
legislación europea, va a eliminar importantes directivas que protegen derechos
sociales o medioambientales. Idéntica dirección llevan las concesiones que se
están preparando para que el gobierno de Cameron no convoque el anunciado
referéndum sobre la pertenencia del Reino Unido a la UE. En los ámbitos
nacionales, son muchos los partidos, en el gobierno o en la posición, que
adoptan puntos de vista propios de la agenda de la extrema derecha
antieuropeísta, en cuestiones como las migraciones o la movilidad de los
ciudadanos de la UE.
Actuando
así no sólo no se solucionará la crisis política que atenaza la UE sino que se
agudizará. Los lazos de cohesión imprescindibles para mantener unido el
proyecto europeo continuarán deteriorándose. Para superar la desconfianza profunda de la
ciudadanía en los responsables políticos y las instituciones de la UE se
necesitan, sobre todo, dos cosas: por un lado percibir de un modo efectivo que
las decisiones que se adoptan enfrentan correctamente los problemas en
beneficio de la mayoría, que no generan desigualdad, de trato ni de resultados,
entre los Estados o en el interior de los mismos; por otro, que los líderes
políticos, los partidos políticos europeos (¿existen realmente?) tengan un proyecto claro de hacia dónde debe
ir Europa y que medios se necesitan para ello.
La crisis
política que vive la UE sólo se solucionará con más Europa, pero con una Europa
mucho más democrática, socialmente avanzada y solidaria. Caminar hacia ella
puede requerir probablemente una refundación política y la adopción de un
modelo que no se puede alejar mucho del propio de una federación o
confederación de Estados. Las fuerzas políticas y sociales que realmente creen
en un proyecto europeo fundamentado en dichos valores tienen que salir de la
posición defensiva que les ha atenazado durante más de una década y comenzar a
dar la batalla ideológica y política para construir una mayoría social de
escala europea que lo sustente. El 11 de diciembre, en París y otras ciudades
de Francia, el pueblo francés con la presencia simbólica de los demás pueblos
europeos se enfrentó unido a quienes quieren acabar con una parte de las ideas
y valores sobre los que se sustenta la Unión Europea. No debiera ser flor de un
día, como algunos quieren ya convertirlo.
Europa,
la UE, para recobrar su alma y su impulso necesitan ideas y valores sólidos y
cohesionadores. Las próximas elecciones griegas y las reacciones que
desencadenen sus resultados, sobre todo si se confirma el triunfo de Syriza, deberían
servir de ayuda para la superación de las malas ideas y las malas prácticas que
llevan hacia el fin del proyecto político más importante del Siglo XX (que ya
no lo está pareciendo en lo que llevamos de Siglo XXI), y a la apertura de un proceso de reflexión y
debate públicos sobre la Europa del futuro.
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