viernes, 6 de diciembre de 2013

Mi recuerdo de Mandela

Conocí a Nelson Mandela en Madrid, el 21 de julio de 1991. Fue en el Hotel Victoria de la Plaza de Santa Ana, donde se celebraba un Congreso de la Federación Internacional de Profesores de la Enseñanza Secundaria Oficial (FIPESO).  Pronunció, una calurosa mañana de domingo, un discurso en la inauguración del Congreso. Como muchos de los asistentes, quedé impresionado por sus palabras y por el magnetismo de su personalidad. Al término del discurso le saludé personalmente.

Mandela, que había salido de la prisión de Robben Island en febrero de 1990, estaba de gira por varias capitales europeas para recabar apoyos para terminar con el apartheid e instaurar la democracia en Sudáfrica. Mantenía difíciles negociaciones con el Gobierno racista de Frederik de Klerk, como líder indiscutible del Congreso Nacional Africano (ANC) y de la comunidad de raza negra. El ABC daba cuenta, al día siguiente, de la visita con una información que titulaba: "Nelson Mandela busca en España el apoyo de comunistas y sindicalistas". Nada amable, viniendo  de un periódico que es ejemplo permanente del periodismo ideológico de la derecha española que convierte a ambas categorías en las de auténticos enemigos.


Madiba en su discurso del Hotel Victoria puso en guardia sobre el hecho de que estuviera conseguido ya el fin del apartheid, que "había producido más de 10.000 muertes desde 1984". Poco tiempo antes, Estados Unidos y la Comunidad Europea habían levantado las sanciones que tanto contribuyeron a que los gobernantes racistas blancos se convencieran de que tenían que negociar con Mandela y el ANC. Mandela no veía con buenos ojos el fin de las sanciones cuando el gobierno de De Klerk no había manifestado ni mucho menos en ese momento su voluntad de abolición total del apartheid y de instauración de la única democracia posible: la de una persona, un voto. 

Mandela tenía razón. Entonces, De Klerk maquinaba otras "soluciones", y la extrema derecha afikáner preparaba con el partido zulú Inkhata de Buthelezi, también de extrema derecha, las sangrientas provocaciones que estuvieron a punto de hacer descarrilar la transición  a la democracia. Ésta llegó finalmente el 26 de abril de 1994 cuando se celebraron las primeras elecciones que convirtieron a Nelson Mandela en el presidente de todos los sudafricanos, negros y blancos. Esas elecciones pusieron fin a una de las dictaduras más odiosas del planeta, aquella que fingía ser democracia para los personas de piel blanca y negaba todos los derechos y reprimía brutalmente a todas las demás personas.

Mi recuerdo del Mandela de aquella mañana de verano fue la de un hombre que transmitía convicción y veracidad. Salí convencido de que, a pesar de todas las dificultades que el mismo nos describió, el apartheid quedaría abolido y la democracia instaurada en Sudáfrica. 

En esta época de crisis, desigualdad, corrupción política y descrédito de la instituciones democráticas, todo el mundo reconoce que Nelson Mandela es el paradigma universal de político inteligente, coherente, honesto, capaz de combinar el respeto a los principios morales y políticos con el pragmatismo y la tolerancia.

Un problema es que entre los políticos y periodistas que hoy se deshacen en alabanzas a Mandela, en todos los países de la tierra, hay demasiados deshonestos, incoherentes y sectarios. Y se les llena la boca alabando, en Mandela, aquello de lo que carecen, con la esperanza de que su imagen se funda con la de Madiba en el imaginario de algún incauto. Otro problema, bien triste, es que algunos de ellos están entre los que le mandan hoy en Sudáfrica. 















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